25 de septiembre de 2012

“El saber de la violencia y la violencia del saber” - Dra. Denise Najmanovich


En las jornadas y congresos profesionales suele hablarse de la violencia de los otros: de los hombres, de los estudiantes, de los adolescentes, nunca de nuestra violencia como profesionales, de la violencia que nosotros ejercemos. Considero que en la actualidad se hace imprescindible subsanar este “olvido”, inaugurar un ámbito de reflexión, de intercambio, y de producción de sentido en relación con la violencia del saber, los modos en que éste se efectúa y cómo prevenirnos de nosotros mismos. Para hacerlo voy a abordar sólo cuatro cuestiones que considero fundamentales:

1) La violencia del absoluto: Esta violencia se relaciona directamente con los modelos esencialistas que suponen que la violencia es algo absolutamente y totalmente definido.  Ya se considere desde un esencialismo psíquico, biológico, o social, siempre se trata a la violencia como un “objeto” (no en vano se utiliza un sustantivo) y se la piensa como propiedad o característica de un “sujeto de la violencia” que puede ser un hombre, una especie, un grupo. Además, es muy común encontrar que los que profesan un esencialismo psicológico creen que los únicos esencialistas son los biólogos; a su vez, los sociólogos acusan de esencialismo a los psicólogos. Y así, de acusación en acusación. Podría ser gracioso, si no fuera que es tan peligroso para la convivencia. De hecho, cuando el tono es de acusación, es muy probable que estemos tratando con creencias esencialistas. Podemos utilizar este rasgo como un detector  de “violencias encubiertas y al acecho”.

2) La violencia de las generalizaciones
Esta es una violencia estructural de aquellos que ven el mundo a la luz de un solo marco  teórico, ideológico o religioso, al que confunden con el mundo. Las generalizaciones como “los hombres siempre son más violentos que las mujeres”, “las personas de tal clase, grupo, raza son naturalmente violentas”, tan extendidas en muchos discursos nos presentan un  mundo sin relieve, en blanco y negro. Este tipo de actitud generalizadora presenta aristas más peligrosas aún cuando  concebimos categorías rígidas, absolutamente excluyentes, sin matices, sin estructura interna, sin diversidad. Es muy común, encontrar textos cuyo título informa que se tratará el tema de la “violencia doméstica” y ya en la segunda hoja, se han deslizado -para nunca más volver- de la temática inicial a la de la “violencia contra la mujer”, como si ésta fuera la única forma de violencia que se ejerce en los hogares.   

3) La violencia del “a priori”: Esta es una de las formas más extendidas de la violencia de los profesionales que “combaten” la violencia. Es la que está implícita en cualquier sabelotodo que, amparado en una teoría, modelo, o dispositivo encuentra únicamente lo que ya previamente ha puesto como condición. Desde esta mirada sólo son visibles las entidades y procesos que la teoría ha descripto, sólo puede preguntarse aquello que está predefinido en la grilla de intervención. Esta posición, o mejor aún, esta estética-ética relacional, es responsable de la incapacidad de ligarse con la situación particular en la que se está trabajando y con la singularidad de cada contexto. Desde los “a-priori” (que no sólo significa antes sino también independientemente de la experiencia)  hacen que cada encuentro con el mundo sea un caso particular de lo que uno ya sabía, otro ejemplo de la teoría, y no una posibilidad nueva para pensar y construir sentido específico que legitime una situación única.

La última, y no por eso menos importante:

4) La violencia dicotómica: La violencia dicotómica, que consiste en dividir al mundo en dos polos opuestos y antagónicos (bien-mal, violento-pacífico, cuerpo-mente, sujeto-objeto), es el modo estructural de la violencia teórica en toda la modernidad y en todas las disciplinas. En este contexto quiero tomar solamente ejemplos que competen a los temas más comunes cuando se habla de violencia: uno es la dicotomía entre violencia física y violencia simbólica, y la otra es la polaridad infierno-paraíso. Consideremos ahora la dicotomía entre la violencia física y la violencia simbólica. Tal vez por “formación” profesional, no puedo dejar de pensar que lo que llamamos simbólico no es un conjunto de abstracciones que descienden mágicamente en nuestro cerebro. Los largos años que pasé en la facultad de bioquímica me enseñaron que el cuerpo no procesa “palabras” o “imágenes” sino intercambios de materia y energía. Las palabras que escuchamos son el resultado de un movimiento vibratorio que es transformado a impulso nervioso y que establece diferencias neuronales específicas que son luego traducidas a palabras con sentido. Un bioquímico que no está metido dentro de un tubo de ensayo, sabe que todo lo que es simbólico va a entrar al cuerpo a través de procesos materiales y energéticos: va a producir el aumento de alguna hormona, una disminución de inmunoglobulinas, un “disparo neuronal”, una contracción muscular. No hay ningún fenómeno simbólico que no tenga un correlato fisiológico.

Por otra parte, mi trabajo como epistemóloga y mi relación con la problemática de las redes sociales, ha permitido que me percatara que cuando se habla de la violencia física es importantísimo tener en cuenta que el daño producido no es directamente proporcional al impacto material o energético del golpe en sí. Es imprescindible tener en cuenta el “daño moral” que el golpe físico produce, el efecto emocional, afectivo, simbólico de toda situación vivida. Si no hay humillación, iniquidad, ofensa, insulto o  ultraje, no lo llamamos violencia.
Si somos capaces de ir más allá de las teorías,  modos de pensamiento y actitudes heredadas del dualismo moderno, si hacemos el esfuerzo de pensar de forma no dicotómica, nos damos cuenta que en toda y cualquier circunstancia estos dos modos de violencia -que no son opuestos, que están siempre correlacionados-, se dan conjuntamente. Es más, no resulta difícil encontrar que  no siempre la violencia física es corporalmente más intensa que la violencia simbólica. A veces un insulto, un grito, una mirada desdeñosa, un gesto deja una marca para toda la vida. Y no me refiero sólo a una huella psicológica. Me refiero a un rastro corporal: un infarto, un espasmo, un desequilibrio iónico, etc. El efecto físico de la violencia simbólica puede ser devastador, llegando hasta el extremo de matar.

En la película “La última ola”, dirigida por de Peter Weir,  se puede ver “una muerte ritual”, o tal vez debamos decir “virtual: un brujo le muestra un hueso -o lo que nosotros al menos concebimos como tal- a otro aborigen provocándole una muerte instantánea. Todo ocurre a distancia, sin contacto “físico” -o lo que nosotros solemos llamar contacto físico-. También entre nosotros ocurren cosas semejantes aunque de modos muy distintos y con diferentes efectos, no se trata de un ejemplo exótico. En nuestra cultura es algo comunmente aceptado el hecho de que es posible llevar una persona al suicidio, o a la locura, o producirle un inmenso daño corporal presionándola con palabras, imágenes u otros medios simbólicos. La violencia simbólica tiene siempre un correlato físico, que no es lineal pero no por ello es menos eficaz o abstracta.

Lo oposición extremista entre una situación infernal y otra paradisíaca es peor aún, si cabe, que la anterior, impidiéndonos pensar los fenómenos de una manera multidimensional, en su sutileza y complejidad. Desde esta posición se establece una emocionalidad y una práctica que inhibe todo trato con la diversidad de la vida y sobre todo con la problemática de la convivencialidad. Si salimos del estrecho marco de la problemática de la “prevención de la violencia” y ampliamos nuestra mirada, nuestra inteligencia y sensibilidad, podremos ver que lo que está en cuestión son “las formas de convivencia”, y no sólo entre humanos sino con la naturaleza a la que  pertenecemos. Pretender que existe alguna clase de situación que es completamente y absolutamente no violenta, ni agresiva, ni tensa, en cualquier campo vital no sólo resulta ingenuo sino más bien absurdo. Estos ideales absolutos constituyen lo que he denominado  “la trampa platónica”. En comparación con estos arquetipos perfectos todo es fallido, degradado, impuro, menoscabado. Cualquier situación real de la vida, comparada con ese ideal, será un pequeño infierno, porque ninguna podrá nunca aspirar a igualar el paraíso. Y, además, tenemos que estar contentos, porque tampoco se trata del verdadero infierno que estará siempre acechándonos.

Si partimos de una concepción infernal de la violencia y orientamos nuestras prácticas hacia situaciones pretendidamente idílicas nuestros éxitos serán escasos y además deslucidos. Estaremos siempre en falta pues nuestro objetivo es por definición inalcanzable. En cambio, si somos capaces de pensar la violencia de otro modo, sabiendo que ningún ideal es fértil ni real, tendremos la oportunidad de pensar la convivencialidad en las situaciones vitales en las que nos encontramos y no como desviaciones lamentables de una naturaleza torcida. Se inicia así una búsqueda sin término que exige en cada situación distinguir entre tensión productiva, agresión y violencia. Muchos autores han avanzado en ese camino, y disponemos de útiles herramientas para pensar…en tanto no las transformemos en fetiches para idolatrar, en modelos únicos portadores de verdades absolutas, y seamos capaces de utilizarlos como instrumentos para configurar pensamiento en cada encuentro.

Quisiera advertir que no se trata de una cuestión de palabras, hay quienes usan “violencia” para dar a entender lo mismo que otros hacen con “agresión”, esto depende de cada corriente, cada autor e incluso cada traductor. Es preciso, tener en cuenta aquí también la violencia que ejercemos cuando exigimos que todos hablen (y piensen) como nosotros.  Para entender qué se está diciendo en cada caso es preciso atender al contexto específico en relación al cual y desde el que se está pensando.


Los escenarios que yo quisiera compartir ahora con ustedes, son muy diferentes a las obras en “blanco y negro” que hemos comentado. Lo que hemos denominado como “el abordaje de la complejidad”, implica un modo diferente de pensar el conocimiento y las prácticas profesionales. Desde esta perspectiva, yo diría que la simplicidad es un modo de conocimiento centrado en lo ya sabido. Y que, desde lo ya sabido, obtura el pensar. Todo lo que ocurre tiene que ser mirado a través del filtro instituido previamente, sea lo que fuera. En los abordajes desde la complejidad, en cambio, el conocimiento o lo ya sabido es una condición para el pensar, pero no determina el producto del pensamiento. Es un punto de partida inevitable y valioso, imprescindible para pensar pero no suficiente, ni privilegiado, puesto que  “pensar es cambiar de ideas”.

En relación al  tema de la violencia hay un aspecto muy importante que quisiera destacar y es que en casi todos los modelos, programas, proyectos que tienen que ver con la “prevención de la violencia”, los profesionales suelen ubicarse como totalmente ajenos a las situaciones violentas. Se supone que el que está previniendo la violencia es alguna clase de sabio ecuánime (nuestra moderna versión del santo), que sabe perfectamente qué es la violencia -puesto que  él se va a ocupar de prevenirla-, y que puede diagnosticarla, evitarla y/o curarla.
Con Elina Dabas –presidenta de FUNDARED- trabajamos en un proyecto junto a un equipo de la Universidad Católica de Santiago de Chile que fue transformádose a lo largo del tiempo. En un principio el equipo chileno venía desarrollando un programa para la prevención de la violencia en las escuelas. A través de las conversaciones, cursos, seminarios y encuentros fuimos cambiando el eje de “la prevención de la violencia” hacia el de  “la promoción de la convivencia”, y hacia el final del proyecto estábamos ya trabajando la noción de “cogestión de la convivencia”. El trabajo culminó con la realización de un gran “Encuentro de Promoción de la Cultura del Buen Trato”. Nuestra actitud y modalidad de trabajo, así como el espíritu que compartimos con los participantes del encuentro estuvo sesgada por la idea de que cualquier intervención en relación a problemas  de violencia puede ser abordada con más dignidad y eficacia si  los profesionales reconocen y aceptan su implicación y son capaces de abandonar las categorías dicotómicas que llevan a intervenciones basadas en la culpa y el castigo, para construir modos de abordaje basados en la responsabilidad común en la convivencia. Para ello hay que asumir que parte de la violencia institucional que hoy vivimos incluye muchas veces la violencia de los “agentes de prevención”.

Llevar adelante una práctica implicada y responsable exige que seamos capaces de reconocer simultáneamente la paridad y la diversidad. Este es un gran desafío para todos los profesionales, especialmente los que tienen título universitario o que ejercen cargos directivos, pues están acostumbrados a “disfrutar” de una posición jerárquicamente superior. Esa asimetría, cuando se considera como un absoluto, es ya de por sí violencia estructural y, para colmo, invisibilizada. En toda institución piramidal la arquitectura –física y organizativa- resulta violenta. Hasta el lenguaje es violento en su gramática de exclusiones, algo que pasa desapercibido si sólo prestamos atención al tono o al carácter políticamente correcto del discurso.

La violencia no es algo que se pueda predicar del “ser” sino que es algo que se efectúa en el espacio relacional y nuestra existencia en los vínculos siempre se da desde la paridad en la pertenencia y simultáneamente la diferencia en la modalidad. Paridad no es horizontalidad ni tampoco simetría. Pertenecemos en paridad a la relación, nadie tiene un estatus privilegiado absoluto, total o eterno. Aún cuando se manifiesten importantes asimetrías actuales o locales, pues la paridad no significa igualdad. Cada persona habita el espacio relacional de modos diferente, pero en tanto lo habita tiene derecho a ser reconocido como un legítimo otro. Esta distinción es fundamental porque muchos de los que trabajan en las temáticas relacionadas con la violencia,  iniciaron un camino interesante al reconocer la paridad: los modelos sistémicos particularmente. Sin embargo, en la mayoría de los abordajes olvidaron –o quedó en un punto ciego- el aspecto asimetrico de toda relación. Otros, por el contrario, sólo son capaces de ver las diferencias pero nunca la paridad.  Las feministas, por ejemplo, suelen tener el buen gusto o el buen tino de denunciar las asimetrías, pero acostumbran “dejar de lado” la paridad. Desde un abordaje de la complejidad, que implica no sólo una concepción sino también una ética y una estética,  es posible afirmar al mismo tiempo la asimetría y la paridad, pues partimos de un enfoque multidimensional. De este modo evitamos caer en una concepción extremista que concibe a las personas como víctimas o victimarios absolutos. Nadie es esencialmente ni lo uno ni lo otro. Todos podemos ocupar en distintos momentos de nuestra vida una u otra posición en cada relación. No es nada extraño que un marido que acostumbra a ejercer violencia sobre su mujer y sus hijos resulte ser un subordinado sumiso, un amigo plácido y un hijo bondadoso. Más aún, en otros momentos puede también ser un marido apacible, un amigo furioso o un hijo brutal. Lo mismo, por supuesto, es válido para las mujeres. Esas descripciones terribles en las que las mujeres golpeadas o abusadas aparecen como  “mosquitas muertas” pueden corresponder a algunas situaciones, incluso a muchas, pero esa “víctima total” es también una figura ideologizada, o teorizada, que muchas veces no corresponde en absoluto a la persona que está sufriendo la posición de víctima en una relación violenta. Por el contrario, muchas mujeres de las caratuladas como “fuertes” e incluso como “fálicas” han padecido maltratos.   Estas generalizaciones además de ser otro modo de la violencia, tienden a poner a esa mujer todavía en un lugar peor del que está en la relación violenta, porque ponen la condición de víctima en su ser.

Si abandonamos los ideales de pureza absoluta, y con ellos las esperanzas vanas que éstos crean, así como los miedos que producen, podemos generar modos de convivencia responsable en los que podamos modular las tensiones sin caer en las etiquetas, la patologización o la judicialicación de las prácticas sociales.

Es necesario producir y cultivar una gramática que no esté centrada en el verbo “Ser” que convierte todo acto en un destino, y toda característica local en atributo total, de tal modo que un hombre ES un maltratador y una mujer ES una víctima. La forma del discurso de los abordajes de la complejidad, que no son mero formalismo, nos lleva a decir-sentir-pensar que en una relación en un momento dado alguien actúa como victimario y otro como víctima. Cada dominio de experiencia es a su vez múltiple, facetado. Es necesario ver cada situación desde las distintas perspectivas y en el contexto específico de la vida de los protagonistas.
Entonces, la construcción social de la violencia como fenómeno multidimensional nos lleva a darnos cuenta de que tenemos que estar alertas para no caer en la violencia de la generalización y así poder pensar en cada situación para pensar cómo una familia, un grupo, o un colectivo particular construye la situación como violenta, o no. Muchas veces nosotros para no pecar de excesivamente universalistas plateamos que algo es propio de “nuestra cultura”. Pero, ¿cuál es nuestra cultura?. Cuando hago esta pregunta, suelen contestarme con una mueca condescendiente: “La cultura occidental”. Una respuesta que puede ser correcta en cierto sentido, pero su generalidad la hace completamente inadecuada para el que estamos considerando. En relación a lo que se considera o no, violento, suele ser muy diferente la apreciación de una familia de paraguayos que la de los argentinos o franceses. Los porteños poco tienen en común con los mapuches, los jóvenes de la  Villa 31 raramente comparten códigos y sensibilidades con los de La Horqueta, y los miembros de la iglesia evangélica tienen una concepción y una vivencia muy diferente de la violencia de la que tienen los budistas.

En nuestra experiencia de trabajo de Fundared y el grupo chileno encontramos que al cambiar el estilo de intervención y pasar de la  “la prevención de la violencia” a “la promoción de la cultura del buen trato” no sólo se transformaban las prácticas, las actitudes y las percepciones de los participantes –tanto profesionales como “beneficiarios” del proyecto- sino que aparecían otros actores que hasta ese momento estaban completamente invisibilizados: los no-docentes, los vecinos y otros miembros de la comunidad educativa y su contexto que no figuran en los organigramas clásicos.

En los inicios de proyecto  cuando se hablaba de la prevención de la violencia escolar sobre todo se destacaba la que protagonizaban los alumnos (esta modo de concebir la cuestión es probablemente el más extendido). Al transformar el estilo de abordaje y pasar de la prevención de la violencia a la gestión de la convivencia es hizo evidente la necesidad de incluir a todos los actores sociales que participan de la comunidad educativa. Tampoco era posible decir a-priori qué era buen trato, sino que era algo que iba surgiendo en función de las interacciones locales, a veces sin poder ser explicitado pero claramente vivido y sentido por los participantes. Lo que es buen trato en Argentina puede ser un trato espantoso en Japón, o lo que se acepta entre adolescentes resulta chocante para los adultos. Lo que es buen trato dentro de un colectivo protestante puede ser mal trato en un colectivo judío. Es en cada situación que irá creándose y expandiéndose la posibilidad de gestar y sostener un espacio de convivencia estimulante, productivo, capaz de aceptar la diversidad y navegar los conflictos.

El problema es que muchas veces los profesionales caemos en lo que he denominado “captura definicional”. Esta es una de las formas de la violencia del saber desde la cual se dictamina desde afuera qué es la violencia, sin pensar la situación específica que se está tratando sino haciéndola “objeto de conocimiento”. Es decir, codificándola, cuadriculándola según el marco teórico y las casillas del proyecto surgido de las usinas académicas o burocrática (o mixtas).

La estética-ética del abordaje de la complejidad para trabajar con los problemas de violencia queda maravillosamente expresada en una frase de Gilles Deleuze: “No hay método, no hay receta, sólo una larga preparación…”



Dra. Denise Najmanovich


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